Estoy en el nada famoso Hotel San Miguel, en Puebla, que es preciosa papá, como su ‘gober’. La comida es suculenta y el vino estuvo excelso. De los amigos, ni hablar, siempre me consiguen poner de buenas. Y es que las comidas que se convierten en cenas son maravillosas.
El ‘Gaucho’ Julio Giliberti siempre tiene anécdotas increíbles. En la mesa, junto con mi padre, solo hablamos de periodismo y deportes, de historias que ya he escuchado, incluso algunas que yo protagonicé, otras nuevas. He dejado de burlarme de los personajes a los que nos referimos y veo con mucha alegría que ya soy uno de los protagonistas, aunque me lo callo.
‘‘Y entonces te encantó mi Buenos Aires ¿no?’’, pregunta el argentino anticipando mi respuesta. Comentamos mis colaboraciones en La Nación, mis caminatas por Lavalle, las salidas de El Palacio de la Papa Frita con algunos cuartos de vino de más y mi admiración por el hecho de que a las 3 de la madrugada ya vendan el periódico del día.
‘‘Vi tus fotos de hoy, están relindas pibe, detienes a los autos en plena recta… ¿cómo lo haces?’’, pregunta. ‘‘Ya, ya, deja de romperme las pelotas, quieres algunas para tu página, ¿verdad?’’, reviro.
Sonríe y contesta: ‘‘Bueno, ya, no vino mi fotógrafo, así que recurro a la mentira… necesito sólo dos’’.
Termina la cena y caminamos por las calles del centro poblano, lo único que de verdad me gusta de la ciudad. Respiro la tranquilidad de la noche y me preparo para el rugir de motores de este domingo.
A disfrutar de las calles ‘preciosas’ y de esta vida, que vaya, solo tenemos una.
McCoy, quien se niega a dejar su ‘impunidad’ aunque sabe que el regreso a la cima, ha comenzado.
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